martes, 9 de octubre de 2007

ISA Servicio informativo núm. 218

Ciudad de México, 9 de octubre de 2007
Servicio informativo núm. 218





Sumario:


I. Tango y réquiem del Che, por Eduardo Lizalde


II. A mis hijos, por El Che


III. Poema en tiempo de guerra, por Jaime Labastida


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TANGO Y RÉQUIEM DEL CHE, POR EDUARDO LIZALDE


Che, como el de una ballena,

fiera arponeada a traición durante el parto

han destrozado tu cuerpo.


Cortaron, descoyuntaron, hendieron,

los pobres asesinos.

la propia carne de ellos

se corrompía al cortar.


Te hirieron, Che,

te destazaron, ballenato en tierra,

como res perdida entre caimanes beodos,

Che.


Todo se volvieron hachas, filos,

berbiquíes o serrotes,

para talar un árbol

que apenas ensayaba el vuelo

bajo tierra.


Polvo te hicieron, Che,

los dedos, los pulmones,

la luz de ojos adentro,

los ganglios, las estrellas

labradas en la piel.

Royeron, aplastaron, destruyeron,

Che.


Suprimieron, borraron,

hasta la última gota,

tus recuerdos del mar.


La palabra insecto

se avergonzó de estar impresa entre las otras,

pero escapó de las páginas

convertida en elogio.


Catedral y torre fue este nombre: insecto,

junto al nombre de tus asesinos.


¡Qué bellos sois

escupitajos luminosos,

líquenes malignos,

edemas de graciosa púrpura,

mojones, cucarachas altivas!


Pero no terminaste de morir entonces,

Che:

niños que levantaban sobre su cabeza

tu imagen, como un globo,

fueron muertos aquí.

seiscientas veces más te destruyeron

en seiscientas ciudades,

porque también tus asesinos

se multiplican al acobardarse.


Las madres locas de estos perros sucios

paren, cada vez más rápido,

más numerosas fieras.

Un ballenato en tierra

muerto por escarabajos, Che.

pero si alguna puerca accede

a fornicar con ellos

y a engendrar,

yo siempre me pregunto:

¿Qué contarán, qué pueden éstos

—marcados más que tú por esa muerte—,

qué contarán estos hombres

a sus hijos?


Eduardo Lizalde


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A MIS HIJOS


Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:


Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre Uds.


Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no recordarán nada.


Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.


Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionano.


Hasta siempre, hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de


Papá.


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POEMA EN TIEMPO DE GUERRA

(EN LA MUERTA DEL COMANDANTE GUEVARA)


I. AGONÍA DESDE EL CRÁNEO


No me duele morir. Tengo hambre

de tiempo, costra de las cosas,

de destrucción, de lucha; somos

la imagen del derrumbe, una

montaña contraída de ácidos;

bebemos agua serenada y un diamante

es el cimiento sobre el cual

construimos edificios de espuma.

Apenas se puede avanzar porque

las piernas pesan como plomo,

pero avanzamos, más allá de nosotros,

hacia niños que no existen,

hacia soles que saltan por encima

de nuestras cabezas, hacia

ese cometa grávido de sangre.

Éramos un ejército

que había cobrado cuerpo

de metralla; cada palabra

era un disparo; cada

hueso, un fusil. Encontramos

los rastros de la hormiga,

comemos polvo y lodo. Somos

árboles desgajados del bosque.

Buscamos una fuente y,

más allá, los ojos del hermano;

y después un combate... Siempre

el combate,

Los pies sangrantes,

que huellan campos de amapola

o cristales. La bomba que arrojé

hizo de ese hombre una derruida

estructura de navajas, polvo

vertical que camina hacia dentro

de su mirada enceguecida, y se desploma.

Parecemos un puñado de espectros,

pero somos invencibles. Alguien

cae. Los demás avanzamos; alguien

se inclina, ¿yo?, sobre su propio

esqueleto demolido.

No dejo a mis hijos y mi mujer nada,

nada, más que mi muerte

y la manera de asumir amor y guerra.

violencia contra violencia,

duro latido. La marea

que se estrella contra

un dique. Pienso en mis hombres

que no serán derrotados. Pienso

en Cuba, con una decisión inquebrantable,

mientras sonrío. Me acuerdo

de mis hijos, del tren blindado,

de mis padres, mis amigos.

ustedes, los que viven,

acuérdense de vez en cuando de este

pequeño condotiero del siglo 20,

aunque no tenga tumba,

aunque dispersen mis cenizas

y me corten las manos. Aunque

cercenen mi lengua, seguiré

hablando. Un ojo de acero

se acerca a espiar mi corazón.

ahora escucho el disparo...


Jaime Labastida


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