Descargar el archivo adjunto original
Un Debate Ciudadano
Denise Dresser
Enero del 2007
En dias recientes he pensado mucho en aquel poema de José Emilio Pacheco que dice: “no amo a mi patria. Su fulgor abstracto es inasible. Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques, desiertos, fortalezas, una ciudad desecha, gris monstruosa, varias figuras de su historia, monta~nas –- y tres on cuatro ríos”. José Emilio tiene su lista de lo mejor de México y yo la mía; esa lista que es combustible y motor, estandarte y bandera. Esa ennumeración para seguir creyendo que lo difícil se hace con rapidez pero lo imposible toma un poco más de tiempo. Las razones por las cuales vale la pena no perder la fé en este país maltrecho y abandonar la lucha compartida por cambiar su faz. Y entre esos motivos, la sonrisa de Carmen Aristegui.
Esa sonrisa franca, abierta, luminosa, fresca, generosa. La sonrisa de alguien que entiende al periodismo como profesión enraizada en una posición moral. De alguien que mira a México tal como es y no puede evitar juzgarlo. De alguien abocada a construir un país donde también quepan los pobres. De alguien convencida de que la libertad existe, aunque tantos se empe~nen en coartarla. Escéptica ante la autoridad, insaciable ante la información, imbuida por las ganas de empujar los límites de lo posible, comprometida con llevar la nota hasta sus últimas consecuencias, defensora del debate en todas sus formas. Empe~nada en confrontar al poder con la verdad.
Todo lo que no hacen esos conductores de radio y televisión durante la toma de posesión cuando anuncian que Calderón “comienza con el pie derecho y con mano dura, como debe de ser”. Todo lo que no hacen esos conductores cuando afirman que “el salón de sesiones se encuentra en calma” y “se respira un ambiente tranquilo”. Todo lo que no hacen esos conductores al no auspiciar un debate plural y democrático sobre la “Ley Televisa” Todo lo que no hacen esos conductores cuando ignoran la herida abierta que fue y ha sido la elección del 2006, con la esperanza de minimizar los síntomas de la discordia. Todas las reglas elementales del periodismo – el compromiso con la verdad, la objetividad, la imparcialidad, el balance -- que tantos periodistas en México ignoran, sin el menor reparo.
Ante ellos contrasta Carmen, nuestra Carmen. Ella sí obsesionada con llamar a las cosas por su nombre. Marcial Maciel, pederasta. Mario Marín, confabulado. Oaxaca, pendiente. Elección del 2006, polarizante. Ley Televisa, vergonzosa. Suprema Corte, inconsistente. Norberto Rivera, encubridor, Palabras certeras, palabras duras, palabras incómodas. Palabras cuyo objetivo es generar un debate político genuino sobre los temas que afectan el presente y el futuro de México. Palabras necesarias en tiempos como estos, cuando la corriente corre hacia una suave conformidad. Cuando el disenso se confunde con la subversión. Cuando las creencias de una persona pueden ser motivo de sospecha, como lo advertió el titán del periodismo Edward R. Murrow ante el advenimiento del macartismo. Cuando desde distintas dependencias del gobierno de Felipe Calderón emanan se~nales preocupantes de cerrazón y censura, tan parecidas a las de los viejos tiempos. Cuando los espacios públicos se vuelven más homogéneos y por ello menos democráticos.
Así, de golpe, la salida de Carmen Aristegui – por parece regresarnos a una era que pensábamos superada; a una época que creíamos trascendida. A la realidad escondida, cercenada, maquillada. A la información controlada, supervisada, pasteurizada. Al país censurado que ningún periodista puede avalar. Al país pre-democrático que todo mexicano debe rehazar.
Porque tomó mucho tiempo dejarlo atrás y fue indispensable hacerlo. Ese país de presidentes autoritarios y de medios que, como buenos soldados, rendían lealtad ante ellos. Esas tomas de posesión como rituales faraónicos, donde los medios entronizaban al nuevo tlatoani en vez de vigilarlo. Esos a~nos en los cuales la cobertura se plegaba a los intereses del poder en lugar de acotarlo. Los an~nos “tersos” y “tranquilos” de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. Los an~os distorsionados. Los an~os cubiertos con un velo que a la sociedad le costó tanto esfuerzo remover.
Con la salida de Carmen Aristegui por la “no renovación” de su contrato el velo aparece de nuevo allí, escondiendo la realidad y manipulándola. Con la complicidad de conductores que se llaman profesionales, pero no lo demuestran. Con el silencio de periodistas que deberían alzar la voz, pero no tienen la integridad o la valentía para hacerlo. Con el espaldarazo de comunicadores que no entienden el objetivo último de su trabajo; que no comprenden la misión de los medios en cualquier sociedad democrática. “Decir la verdad y avergonzar al diablo”, como sugería Walter Lippmann. Caminar en el centro y ser odiado por ambos bandos. Sentarse frente a la pantalla o ante la computadora y no ser amigo de nadie. Desplegar la honestidad y el coraje para proteger a la sociedad del gangsterismo, venga del gobierno o del sector privado. Ser el Cuarto Poder que escrutina de manera permanente a los otros tres. Ser censor implacable del poder porque esa es la única manera de democratizar su ejercicio.
Lo que le ha ocurrido a Carmen Aristegui la trasciende; su futuro será una prueba para la democracia mexicana y su caso un síntoma de aquello que la aprisiona. Las ofrendas políticas que los medios parecen estar dispuestas a ofrecerle al presidente y a quienes lo rodean. El servilismo de tantos que se acomodan para quedar bien con Los Pinos y sus habitantes. La falsa ingenuidad de comentaristas que niegan los vericuetos políticos de esta historia. Y allí están los problemas estructurales que todo ello revela: un sistema político que con demasiada frecuencia sigue operando conforme a las prácticas del pasado. Ese pasado hecho presente donde la concentración del poder – político, económico, mediático -- lleva a su abuso.
Porque en palabras de E.B. White: “cuando hay muchos due~nos, cada uno persiguiendo su propia versión de la verdad, nosotros podemos arribar a la verdad y albergarnos en su luz”. Es sólo cuando hay un manojo de due~nos que la verdad se vuelve elusiva y la luz palidece, como está ocurriendo hoy y como el caso de Carmen Aristegui ha evidenciado. La concentración mediática en México le da demasiado poder a quienes lo ejercen de mala manera. A la alianza Prisa-Televisa que sacrifica – con criterios poco claros -- a una conductora garante del éxito comercial. A los directivos de la W que desmantelan – sin la menor lógica empresarial -- a la estación en su momento de mayor éxito. A todos aquellos que argumentan – de forma tramposa – la “incompatibilidad editorial” con una periodista a la cual nunca le aclaran los motivos de la desaveniencia. A los que dicen – de manera desinformada o deshonesta – que el despido de Carmen se trata de una decisión corporativa-apolítica, e ignoran las se~nales acumuladas de que no fue así.
La salida de Carmen Aristegui por la “no renovación” de su contrato subraya los escollos reales a los que se enfrenta la libertad de expresión. Ah, la libertad de expresión. Tan defendida, tan ensalzada, tan enarbolada en estos tiempos. Cuántas cruzadas se llevan a cabo en su nombre, como la que acaba de emprender un grupo de intelectuales destacados al ampararse ante la reforma electoral. Y ante todas las instancias en las que se ve amenazada, habrá que defender la circulación competitiva de las ideas en un foro abierto. Pero precisamente por ello ha llegado el momento de pedirle a los apóstoles de la libertad – tanto en el mundo intelectual como empresarial -- que sean consistentes. Que defiendan la libertad de expresión no de manera selectiva, sino siempre y aunque afecte sus intereses. Que reconozcan los principales obstáculos que hoy la limitan en México y se encuentran fuera de la nueva ley electoral.
Porque la presión de la cual Carmen Aristegui ha sido objeto – y muchos otros analistas y políticos han padecido – evidencia una de las múltiples formas en las cuales aún se coarta la libertad de expresión en este país. Los diques contra el libre flujo de la libertad son producto de una realidad que la reforma electoral ha intentado transformar, pero le falta una nueva ley de medios para lograrlo. La realidad de la concentración duopólica en la televisión que inhibe el pleno ejercicio de la expresión de las ideas, limita la garantía de acceso a la vida democrática deliberativa, y pone en jaque los valores constitucionales que tantos quieren – de manera legítima -- defender.
Todos aquellos preocupados por la libertad en México deberían estar dispuestos a se~nalar lo que también contribuye a constre~nirla: el surgimiento de lo que José Woldenberg y otros han llamado un “suprapoder”: medios impunes y poderosísimos con la capacidad de doblegar a la clase política, encarecer los procesos electorales, distorsionar el comportamiento de las instituciones, cercenar la libertad de expresión de los individuos y determinar el curso de las política públicas. Con efectos terriblemente nocivos para la calidad de la vida democrática.
Allí está el “decretazo” con el cual se eliminó el impuesto que las televisoras – como concesión pública – tenían que retribuirle al Estado. Las concesiones para casinos otorgadas por quien quiso cortejar a los medios para fortalecer su candidatura presidencial. El chantaje a Felipe Calderón y los otros políticos prominentes durante la contienda del 2006. La aprobación de la “Ley Televisa” y el doblegamiento institucional por parte del la Cámara de Diputados y el Senado que demostró. La censura que desde la televisión se ejerció contra quienes pelearon para frenarla. Más importante aún: el poder creciente de los llamados “poderes fácticos” o “centros de veto” o “intereses creados” cuyo comportamiento secuestra nuestros derechos y amordaza nuestras libertades.
Poderes con la capacidad de socavar los procesos democráticos, como lo reconoce The New York Times cuando le hace una crítica feroz al sistema electoral de su propio país. “Drowning in Special-Interest Money”, argumenta un artículo editorial que denuncia el poder corruptor del dinero en la política y exige la necesidad de regularlo mejor, como lo está intentando hacer México hoy.
Tienen razón los intelectuales que buscan “defender al máximo nuestras libertades”. Pero quizás sería mejor para el país que su lucha fuera contra los verdaderos enemigos de la libertad de expresión. Ojalá no se centrara en la contratación de “spots” por particulares, sino en el combate a todo lo que pone en riesgo la deliberación pública real. Por ello exhortaría a la luz de lo que le ha ocurrido a Carmen Aristegui a quienes se han erigido en defensores de la libertad a ser consistentes. A tampoco quedarse callados sobre la concentración y la falta de competencia en la televisión. A alzar la voz contra una estructura económica oligopolizada que le otorga demasiado poder a quienes están dispuestos a sacrificar el debate cuando pone en riesgo sus negocios. A criticar la capacidad de veto que ejercen unos cuantos sobre la agenda pública. A denunciar a aquellos – como Ricardo Salinas Pliego -- que exigen libertad pero no la garantizan. A exigir un debate a fondo sobre el papel que podrían y deberían jugar los medios públicos. A presionar a los legisladores para que elaboren una nueva Ley de Radio y Television que promueva la competencia y asegure la desconcentración. A vivir cotidianamente impulsados por una consigna cuyo espíritu comparto: la defensa de la libertad de expresión no acepta monopolios.
Es un secreto a voces que Felipe Calderón ha criticado y critica a Carmen Aristegui por lo que debe estar de plácemes ante su salida. El y otros celebrarán el silenciamiento de la “Comandanta Carmen” y el periodismo militante del cual se le acusa. Pero se equivocarán al hacerlo. Ningún gobierno debe existir sin críticos que acoten su actuación o sin contrapesos que lo contengan. El asunto de Carmen Aristegui revela por qué la estructura de los medios en México es tan disfuncional y debe ser revisada a través de una nueva legislación. Su sacrificio debe der acicate para la acción y motivo para la reflexión. Porque la voz de Carmen Aristegui provee un apoyo crítico al proceso de construcción democrática. El espacio de Carmen Aristegui es una válvula de escape necesaria ante las presiones sociales que arrecian. El programa de Carmen Aristegui alberga la pluralidad combativa a la cual México debe acostumbrarse. Y bueno, su sonrisa es una razón más para seguir amando a la patria.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario