Ciudad de México, 17 de abril de 2008
Servicio informativo núm. 400
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Sumario:
I. La privatización petrolera: el inicio, por Lorenzo Meyer
II. “Darle tiempo al debate y negárselo a las descalificaciones”, propone el Comité de Intelectuales en Defensa del Petróleo
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LA PRIVATIZACIÓN PETROLERA: EL INICIO
por Lorenzo Meyer
(publicado en Reforma el 17 de abril de 2008)
El logro del presidente Lázaro Cárdenas de 1938 está en duda con el debate-iniciativa del gobierno sobre el artículo 27 constitucional
Antecedentes necesarios
Los clásicos creían que la historia se movía en ciclos. Por lo que al petróleo mexicano se refiere, tenían razón. Hoy volvemos a iniciar, con variantes, claro está, el ciclo que se inició a fines del siglo XIX. Estamos de regreso a los tiempos de don Porfirio.
Lo que hoy se encuentra en el centro de nuestro debate y conflicto político no es la privatización de la industria petrolera al estilo Teléfonos de México, eso simplemente ya no es políticamente viable. Lo que está en juego con la iniciativa de ley presentada por el gobierno el 8 de abril es hasta qué punto es compatible la ampliación del campo de la inversión privada en la industria petrolera que desea Felipe Calderón con la letra y, sobre todo, con el espíritu del artículo 27 constitucional, teniendo en cuenta que ese espíritu nació y se nutrió del choque de la Revolución Mexicana con las empresas petroleras extranjeras.
En 1916, en el párrafo IV del artículo 27 de la nueva Constitución, el constituyente de Querétaro decidió retornar al dominio directo de la nación "los combustibles minerales sólidos; el petróleo y todos los carburos de hidrógeno, líquidos o gaseosos". Esa disposición clara y contundente entró en vigor en 1917 y cimbró los cimientos no sólo de una industria petrolera en expansión sino de toda la estructura de la inversión externa en México y, de rebote, la onda expansiva se dejó sentir en otros países periféricos. La resistencia externa al cambio fue feroz y la disposición del soberano tardó 22 años en hacerse realidad mediante la expropiación de toda la industria petrolera en 1938. Esa larga lucha cerró con broche de oro el 9 de noviembre de 1940, pues fue entonces cuando el texto constitucional se modificó para quedar de esta manera: "Tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos no se expedirán concesiones y la ley reglamentaria respectiva determinará la forma en que la Nación llevará a cabo las explotaciones de esos recursos". Veinte años después, el 20 de enero de 1960, un nuevo cambio al texto constitucional declaró que, tratándose del petróleo: "no se otorgarán concesiones ni contratos, ni subsistirán los que se hayan otorgado"; esto último fue una reacción contra los cinco "contratos riesgo" otorgados por Miguel Alemán entre 1949 y 1951 a otras tantas empresas norteamericanas en el primer paso firme de reprivatización petrolera.
En el origen
Para comprender a cabalidad la razón por la cual se ha convertido en algo tan central a la vida política mexicana la actual propuesta de Felipe Calderón de reformar el marco legal que rige la explotación de los hidrocarburos mexicanos, conviene volver la vista al principio, dar un gran salto temporal hasta llegar al siglo XVI para luego reconstruir el proceso hasta llegar a la primera privatización y entender lo que implicó. Sólo así se puede apreciar la magnitud de lo que hoy está en juego.
Al incorporar España a sus dominios lo que hoy es México, su interés principal era explotar la riqueza minera, por ello ésta quedó definida desde el inicio como propiedad del soberano. El monarca español podía dar en concesión la explotación de esa riqueza a particulares, pero en principio todo elemento valioso en las entrañas de la Tierra era propiedad de la Corona. Fue por ello que los mineros, al descubrir y apropiarse de lo que había de valioso en el subsuelo —plata y oro—, tenían que pagar regalías. Cuando en 1821 México se declaró independiente, lo que era propiedad de la Corona española —entre otras cosas, las riquezas del subsuelo— pasó a ser propiedad de la nación. Y esa riqueza incluyó a los “jugos de la tierra”, es decir, al petróleo, aunque sin gran valor y cuya existencia se conocía por las chapopoteras.
La revolución industrial y el motor de combustión interna le darían al petróleo un valor hasta entonces impensable. Fue justo al inicio de la era petrolera a escala mundial, en 1884, cuando el gobierno de Manuel González, copiando la legislación en boga en los países industriales —en este caso la francesa—, elaboró una ley minera que, en su artículo décimo fracción IV, declaró que tanto los depósitos de carbón como de petróleo dejarían de ser propiedad de la nación para serlo de quien fuera el dueño de la superficie. En el país de entonces el cambio se justificó como una manera de alentar la producción interna de los nuevos combustibles. Sin embargo, el código minero de 1892 cambió sutilmente el status del petróleo, pues su artículo cuarto no dijo ya nada con relación a la propiedad del hidrocarburo y simplemente declaró que se podía explotar sin necesidad de solicitar una concesión. Esto sirvió de base a la primera ley petrolera: la de 1901.
Para el arranque del siglo XX, la importancia económica del petróleo ya era obvia y las primeras empresas petroleras extranjeras ya habían empezado a operar en México. En efecto, en diciembre de 1900, Edward Doheny formó la Mexican Petroleum Co. of California. Fue en esas circunstancias que el poder político decidió inclinar la balanza legal en favor del capital y en contra de la propiedad de la nación y reconoció claramente el derecho del superficiario a explotar el petróleo en sus terrenos. Por si lo anterior no fuera suficiente, en 1909, cuando ya era evidente que la actividad petrolera prometía ser una actividad en ascenso, apareció una legislación que acabó con toda ambigüedad al especificar que los “criaderos o depósitos de combustibles minerales” eran “propiedad exclusiva” del superficiario. Esta ley hecha en vísperas de la Revolución permanecería en contradicción con la Constitución de 1917 hasta 1926, cuando fue reemplazada por otra que restringía pero no anulaba los derechos del superficiario si los había adquirido antes de 1917, es decir, cuando las grandes empresas petroleras extranjeras se hicieron de casi todos sus terrenos. Sólo en marzo de 1938 Lázaro Cárdenas pudo, por fin, acabar con esa primera privatización, pero por lo que vemos ahora, su triunfo está en duda.
Legitimidad
Cuando se inició la privatización del petróleo no se tenía idea clara de la riqueza mexicana en esta materia, pero al momento en que el Porfiriato pasó su ley en 1909, ya nadie podía tener duda de la riqueza que la nación entregaba no sólo a los particulares sino específicamente a los extranjeros. En efecto, además de Doheny estaba el empresario inglés Weetman Pearson, que desde 1906 había empezado a adquirir terrenos prometedores además de lograr una exención de impuestos para importar maquinaria y equipo. Dos años después, cuando se perforó e incendió el pozo “Dos Bocas” y se puso en acción al “Potrero del Llano”, todo el mundo supo que México era país petrolero. No fue coincidencia que la poderosa empresa de Pearson, “El Águila”, naciera justamente cuando se aprobó la ley de 1909.
La legitimidad de la cesión de los derechos de propiedad a los particulares de ese valioso recurso natural no renovable que es el petróleo la justificó el orden porfirista con razones no muy diferentes a las que se aducen hoy: que la modernización del país requería de las nuevas fuentes de energía, y la única forma de descubrirlas y alentar la producción era dar seguridad jurídica al capital que tenía la tecnología y el empuje para hacerlo.
Algunas conclusiones
El gran técnico que descubrió los primeros campos petroleros no fue extranjero sino mexicano: el geólogo Ezequiel Ordóñe, y los intereses extranjeros lo usaron de manera óptima. Para ganar el favor de la clase política, Pearson hizo miembros del consejo de administración de “El Águila” al hijo de Porfirio Díaz —“Porfirito” —, al gobernador del Distrito Federal, Guillermo de Landa y Escandón, a Enrique Creel, a Pablo Macedo y a otros miembros de la oligarquía. En fin, que las decisiones hechas en nombre del “interés general” escondían la alianza de los pocos en beneficio de ellos mismos. Es verdad que hubo algunas voces críticas de ese tipo de relación tan estrecha entre los círculos del poder económico y político, pero no tuvieron ningún eco y sólo la violencia revolucionaria destruyó el arreglo oligárquico.
Pese a la letra y espíritu de la Constitución de 1917, el petróleo siguió siendo un auténtico enclave; su dinámica estuvo determinada por las necesidades de las economías centrales y no por la interna y sin liga de un recurso tan valioso y no renovable con el largo plazo del desarrollo nacional. La expropiación de 1938 dio a la situación un giro de 180°. Y es ese giro lo que hoy está en juego.
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“DARLE TIEMPO AL DEBATE Y NEGÁRSELO A LAS DESCALIFICACIONES”, PROPONE EL COMITÉ DE INTELECTUALES EN DEFENSA DEL PETRÓLEO
Al Poder Legislativo
A la opinión pública
Ante un triunfo de la civilidad, la saludable aceptación en el Congreso de la Unión de la propuesta del debate nacional del Frente Amplio Progresista sobre los temas energéticos, queda señalar algunas certidumbres y sugerencias:
El debate necesita el tiempo justo y el primer debate debe ser sobre cuál es el tiempo justo.
Estos días se han distinguido por sólidas y lamentables campañas de odio y por la personalización al extremo del conflicto. Nos importa sobremanera destacar que el centro y la razón de todo es el carácter de la reforma del cual dependerá gran parte del destino próximo de México. Aunque ningún debate lo signifique todo, éste, ya propuesto y aceptado, sí clarificará lo suficiente las condiciones de la reforma a Pemex. No sólo hay que darle tiempo al debate, hay que negárselo a las descalificaciones tan innecesarias, y hacerlo todo en el clima de serenidad exigible y evidente. Las razones trascienden siempre a las presiones y éste es nuestro compromiso.
Es indispensable que no sólo el Poder Legislativo, encargado de la última forma legal del proyecto, sino la sociedad civil en sus muy variados sectores discuta y adquiera, durante el debate, muchísimos elementos de juicio, hasta ahora monopolizados por quienes creen monopolizar a los expertos. Como se ha probado, expertos los hay en ambos lados de la polémica y a ellos les corresponderán los cuestionamientos centrales, pero a todos nos corresponde participar, en la medida de nuestras posibilidades, en el proceso de ciudadanización que va de lo que no se nos ha permitido conocer a lo que necesitamos saber para ser parte activa y no meramente contemplativa o rezongona de la nación.
Para que el debate sea efectivamente nacional y efectivamente local, requiere de la intervención de la radio y la televisión. Sin esto sería un diálogo entre expertos o inexpertos sin las repercusiones mínimas, salvo, como se ha visto, el saqueo de los recursos nacionales.
La experiencia histórica impulsa la exigencia de tiempo justo para el debate. Hemos visto y lo hemos resentido profundamente cómo, de qué forma, al arrinconar a la ciudadanía y al concentrar todo en unos cuantos delegados de todavía menos personas, se cometen atentados auténticos como Fobaproa, el IPAB, el rescate de las carreteras y demás privatizaciones. ¡Cómo hubiera hecho falta un debate nacional en torno al Fobaproa!
Un resultado positivo ya innegable: Se vive en el orden nacional y como exigencia inaplazable, la exigencia de debates que contrarresten y trasciendan el desánimo y el aplazamiento de la ciudadanización. Ese vigor comunitario no debe perderse. Ir al debate en los tiempos que el debate mismo exige es un procedimiento civilizado y racional.
15 de abril de 2008.
ATENTAMENTE
Marco Antonio Campos, Rolando Cordera, Arnaldo Córdova, Laura Esquivel, Bolívar Echeverría, Víctor Flores Olea, Luis Javier Garrido, Fernando del Paso, Héctor Díaz-Polanco, Margo Glantz, Antonio Gershenson, Enrique González Pedrero, Hugo Gutiérrez Vega, David Ibarra, Guadalupe Loaeza, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis, Jorge Eduardo Navarrete, Carlos Payán, Carlos Pellicer, José María Pérez Gay, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Ida Rodríguez Prampolini, Enrique Semo, Héctor Vasconcelos.
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