lunes, 3 de agosto de 2009

DISCURSO ANTE LA TUMBA DE MARX.

Federico Engels
1. El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador viviente. Apenas le habíamos dejado solo dos minutos, cuando al volver le encontramos serenamente dormido en su sillón, esta vez para siempre.
Imposible medir en palabras todo lo que el proletariado militante de Europa y América, todo lo que la ciencia histórica pierden en este hombre. Harto pronto se hará sensible el vacío que abre la muerte de esta imponente figura.
Así como Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley porque se rige el proceso de la historia humana; el hecho muy sencillo pero que hasta él aparecía soterrado bajo una maraña ideológica, de que antes de dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, etcétera, el hombre necesita, por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar y con qué vestirse y que, por tanto, la producción de los medios materiales e inmediatos de vida, o lo que es lo mismo, el grado de progreso económico de cada pueblo o de cada época, es la base sobre las que luego se desarrollan las instituciones del Estado, las concepciones jurídicas, el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres de ese pueblo o de esa época y de la que, por consiguiente, hay que partir para explicarse todo esto y no al revés, como hasta Marx se venía haciendo.
Pero no es esto todo. Marx descubre también la ley especial que preside la dinámica del actual régimen capitalista de producción y de la sociedad burguesa engendrada por él. El descubrimiento de la plusvalía puso en claro todo ese sistema, por entre el cual se habían extraviado todos los anteriores investigadores, lo mismo los economistas burgueses que los críticos socialistas.
Dos descubrimientos como éstos parece que debían llenar toda una vida, y con uno solo de ellos podría considerarse feliz cualquier hombre. Pero Marx dejó una huella personal en todos los campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y por ninguno de ellos, a pesar de ser muchos, pasó de largo.
Así era Marx en el mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba ni media vida de este hombre. Para Marx la ciencia era una fuerza en fusión histórica, una fuerza revolucionaria. Y por muy grande que fuese la alegría que le causase cualquier descubrimiento que pudiera hacer en una rama puramente teórica de la ciencia; y cuya trascendencia práctica fuese muy remota y acaso imprevisible, era mucho mayor la que le producían aquellos descubrimientos que trascendían inmediatamente a la industria revolucionándola, o a la marcha de la historia en general. Por eso seguía con tan vivo interés el giro de los descubrimientos en el campo de la electricidad, y últimamente los de Marc Deprez.
Pues Marx era, ante todo y sobre todo, un revolucionario. La verdadera misión de su vida era cooperar de un modo o de otro al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones del Estado creadas por ella, cooperar a la emancipación del proletariado moderno, a quien él por vez primera infundió la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones que informaban su liberación. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión con una tenacidad y con unos frutos como pocos hombres los conocieron. La primera Gaceta del Rin en 1842, el Vorwarts de París en 1844, la Gaceta alemana de Bruselas, en 1847, la Nueva Gaceta del Rin, en 1848 y 1849, la New York Tribune, de 1852 a 1861, una muchedumbre de folletos combativos, el trabajo de organización en las asociaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que por último vio surgir como coronación y remate de toda su obra la gran Asociación obrera internacional; su autor tenía verdaderamente títulos para sentirse orgulloso de estos frutos, aunque no hubiera dejado ningún otro detrás de sí.

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