Álvaro Cepeda Neri
La impunidad de funcionarios y delincuentes es el factor común del relajamiento institucional del estado federado, la federación y el municipio libre, como base de nuestra división territorial y organización política y administrativa, así como del espacio asiento de los poderes federales que es el Distrito Federal. Los delincuentes entran y salen de las cárceles por favoritismo y complicidad de jueces, magistrados y ministros de los poderes judiciales, en alianza con los ministerios públicos.
Los funcionarios entran y salen de sus cargos sin rendir cuentas ni razón  de sus actos y omisiones, y sin posibilidad de fincarles responsabilidades por  las vías del juicio político o penal. Los presidentes de la república son  intocables, sean del Partido Revolucionario Institucional (PRI) o del Partido  Acción Nacional (PAN). Los gobernadores, excepcionalmente, han sido destituidos,  pero jamás llevados a los tribunales. Por regla general –enriquecidos y con  represiones de sangre para hacer valer su despotismo– se convierten en  empresarios y banqueros con total impunidad.
Igual pasa con los presidentes municipales, síndicos, senadores,  diputados locales y federales. No se diga con los jueces y magistrados del fuero  común y federal; ministros de la Suprema Corte; funcionarios de empresas  públicas (Petróleos Mexicanos, Comisión Federal de Electricidad, Luz y Fuerza  del Centro, etcétera), del Instituto Federal Electoral, del Tribunal Electoral  de Poder Judicial de la Federación, con todo y que información e investigaciones  judiciales, como de la Contraloría Interna de la Función Pública, los exhiben  como más que presuntos responsables de prevaricación. Arrasan con bienes  gubernamentales, hacen negocios al amparo del poder y se sabe que intercambian  favores de protección por dinero con toda clase de delincuentes, en lo que se  denomina narcopolítica.
Los funcionarios han sido rebasados por la criminalidad, debido a su  negligencia, aunque más por sus complicidades. El binomio de funcionarios –que  incumplen con sus obligaciones, preventiva y represiva para garantizar, no la  mínima, sino la máxima seguridad para la paz social– y delincuentes –que han  impuesto la ley de la selva– tienen en muy seria crisis de gobernabilidad y  estabilidad política y económica al país, al grado de que impera la  anarquía.
El auge sangriento ha sembrado el miedo individual y colectivo en una  nación que tiene "el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su  gobierno" (artículo 39 de la Constitución) y ese derecho para exigir la renuncia  o destituir funcionarios, apuntalado por su derecho a que nadie debe interrumpir  la observancia constitucional, como lo es el trastorno público de las  delincuencias que han establecido un gobierno contrario a los principios de esa  ley (artículo 136).
El procedimiento para deshacerse de los malos gobernantes, sin  derramamiento de sangre (propuesta democrática y republicana de Karl R. Popper)  es el juicio político. Pero existe, aunque remota, la posibilidad de exigirles  que renuncien, una vez que han probado su ineficacia. En la época contemporánea,  sólo un presidente de la República renunció, obligado a hacerlo por el poder  tras el trono del "jefe máximo", Calles.
Así que la nación, como sociedad, desde Victoriano Huerta –destituido por  una secuela de la revolución de 1910– no ha podido echar del poder sexenal ni al  ilegítimo Ávila Camacho, ni al criminal Díaz Ordaz, como tampoco a Calderón,  impuesto por el Instituto Federal Electoral, el Tribunal Electoral del Poder  Judicial de la Federación y una Suprema Corte que no quiso "practicar, de  oficio, la averiguación de algún hecho o hechos que constituyan la violación al  voto público; pero sólo en los casos en que a su juicio pudiera ponerse en duda  la legalidad de todo el proceso de elección de alguno de los poderes de la  unión", y que es el caso de Calderón, cuya crisis de legalidad lo ha convertido  en un presidente débil, incompetente e ineficaz.
El concepto de la palabra renuncia o destitución no ha entrado al  vocabulario de la práctica política mexicana; por eso es que en cuanto alguien  la pone en circulación, entran en pánico sus probables destinatarios. Cuando a  Salinas y Zedillo les plantearon la exigencia de que renunciaran –después de que  en 1968 se le exigiera a Díaz Ordaz–, nada pasó, pero al menos ese  presidencialismo fue puesto en la picota de lo imposible-posible.
Electo Fox –y en cuanto transcurrió el primer año de su mal gobierno  depredador, con sus payasadas y los excesos de su esposa, y más cuando se ensañó  contra López Obrador en complicidad con legisladores federales del PAN y la  cínica participación del presidente de la Suprema Corte, Mariano Azuela, y el  procurador General de la República, Macedo de la Concha– estuvo rondando el  fantasma de su renuncia por el abuso arbitrario de poder.
Ahora, en la cara de Calderón y su séquito; en la cara del presidente de  la Corte; de diputados y senadores federales y de los (des)gobernadores del PRI,  PAN y PRD; como en la cara de "líderes" como Gordillo y Romero Deschamps  ("testigos" del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad),  la voz de un ciudadano irrumpió: "Si no pueden, renuncien", quedándose todos  helados tras recibir el balde de agua fría que remató el plazo de 100 días que  otra voz les impuso para dar resultados o dejar sus cargos.
Calderón  apenas si aplaudió, cuando el resto de los asistentes, para  sepultar el doble reclamo, ahogaron con cerrada ovación la petición de que  dejaran sus cargos o serían destituidos. Y es que no hay duda de que la nación  está harta del ineficaz desempeño del PAN en el poder presidencial, con un  Calderón y los calderonistas incapaces; mientras, aumenta el desempleo, la  pobreza masiva, la inseguridad, y sus tontas políticas económicas naufragan en  la recesión interna y los estragos de la crisis económica estadunidense.
Al plantear a toda la elite gobernante la alternativa de resolver el  problema de la inseguridad o renunciar, adquiere plena vigencia el artículo 39:  "La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo  poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste (de lo  contrario): el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o  modificar la forma de su gobierno".
A voz en cuello, les recordaron que el pueblo puede deshacerse de sus  malos gobernantes, facilitándoles que unilateralmente renuncien o que un  levantamiento civil les exija que se vayan por la vía de la destitución. La  sociedad mexicana ya inició el ejercicio de su derecho, irrenunciable, para  alterar o modificar la forma de su gobierno".
Y es que la democracia representativa enfrenta el desafío de la  democracia directa: la del poder del pueblo. Cualquier incidente puede hacer las  veces de catalizador de la crisis política, y estallar en vísperas del  centenario de la revolución de 1910, que transita en el filo de repetir las  fiestas del porfirismo al centenario de la independencia de 1810 y desencadenar  lo que faltó en ambas para su conclusión (Orlando Fals Borda, Las  revoluciones inconclusas en América Latina: 1809-1968).
cepedaneri@prodigy.net.mx
Revista Contralínea / México
Fecha de publicación: 15 de septiembre de 2008 | Año 7 | No. 110  
 
 
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